Unos 200 millones de mujeres y niñas han sufrido mutilación genital en los 30 países en los que todavía es una práctica frecuente.
Pero. ¿cómo hacen las sobrevivientes para convivir con el dolor que produce orinar, menstruar o parir que la misma les genera?
“La primera vez que uno nota que algo cambió físicamente es cuando orina”, cuenta Hibo Wardere, de 46 años.
Hibo fue sometida a una mutilación de “tipo tres” –en la clasificación de la Organización Mundial de la Salud– cuando nada más tenía seis años.
Eso significa que todos sus labios vaginales fueron cortados y luego cosidos juntos, dejándole nada más un pequeño agujero que ella compara con el tamaño de un fósforo.
"Herida abierta"
Hibo creció en Somalia, donde el 98% de las mujeres y niñas entre los 15 y los 49 años han sido mutiladas por la fuerza en sus genitales.
“Es como una herida abierta a la que se le echa sal o chile picante, así se siente”, recuerda.
“Y entonces uno se da cuenta que el pis ya no sale como lo hacía antes. Sale en gotitas y cada gotita es peor que la anterior”, cuenta.
“Una tarda cuatro o cinco minutos. Y en esos cuatro o cinco minutos se sufre un dolor horripilante”.
Hibo llegó a Reno Unido cuando tenía 18 años y casi inmediatamente visitó a un doctor para ver si había forma de aliviar el dolor que sentía cada vez que orinaba o durante sus períodos menstruales.
Su intérprete no quiso traducir su pregunta, pero su doctor logró entenderla.
Y eventualmente Hibo se sometió a un procedimiento llamado defibulación, una cirugía para abrir los labios vaginales.
Esto amplió el tamaño del agujero y dejó al descubierto la uretra.
No es, para nada, una reparación completa de la zona y jamás podrá restaurar el tejido sensible que fue removido con la mutilación. Pero hace un poco menos doloroso el acto de orinar.
"Allá abajo"
El sexo, sin embargo, sigue planteando un reto.
“Incluso después de ser operada por un doctor, uno queda con un espacio bastante pequeño”, explica Hibo.
“Las partes que deberían expandirse ya no están. Entonces uno se queda con un agujerito pequeño y el sexo es muy difícil. Se puede sentir placer, pero muy de vez en cuando”, cuenta.
Y el trauma de la mutilación también afecta las relaciones íntimas.
“Primero hay un bloqueo psicológico, porque el dolor físico es lo único que uno asocia con esa parte del cuerpo”, reconoce Hibo.
“Y luego está el trauma experimentado.Así que es difícil imaginar que algo bueno pueda pasar allá abajo”, dice.
Datos
Las últimas cifras de Unicef aumentaron el número estimado de sobrevivientes de mutilación genital femenina de 70 millones a 200 millones en todo el planeta, con Indonesia, Egipto y Etiopía registrando la mitad de las víctimas.
Y en países como Reino Unido, donde la práctica está prohibida, la policía ha advertido que numerosas niñas corren el riesgo de ser llevadas al exterior para ser mutiladas.
Sin embargo, se sabe poco acerca de las estrategias para lidiar con su condición de los millones de sobrevivientes, incluyendo las al menos 137.000 que viven en Reino Unido.
Aunque las repercusiones del procedimiento –que puede involucrar la extirpación del clítoris (tipo uno), el clítoris y los labios menores (tipo dos), el corte y estrechamiento forzoso de la apertura vaginal (tipo tres) o cualquier otra mutilación dolorosa de los genitales (a veces conocida como tipo cuatro) son bastante amplias.
Los síntomas, sin embargo, rara vez se discuten abiertamente, en parte porque en algunas comunidades la práctica es tan común que las mujeres no la ven como un problema.
O bien –como explica Janet Fyle, una asesora del Real Colegio de Parteras condecorada por su trabajo en contra de la mutilación genital– porque no conectan sus numerosos problemas de salud con lo que les pasó cuando niñas.
Su día a día, sin embargo, puede ser desolador: el servicio de salud pública británico ha identificado entre las posibles consecuencias infecciones de las vías urinarias, infecciones uterinas, infecciones renales, quistes, problemas reproductivos y dolor durante el acto sexual.
Consecuencias
Una cirugía “restaurativa”, como se llama a veces a la defibulación, puede en ocasiones ayudar a aliviar algunos síntomas al abrir la parte inferior de la vagina.
“Pero no es tan sencillo como atender la parte física, lo que podemos hacer como doctores”, explica Fyle, quien viene de Sierra leone, donde la mutilación genital femenina es bastante común.
“Tiene mucho que ver con las consecuencias (psicológicas) a largo plazo.Muchas mujeres la describen como peor que el estrés post-traumático que afecta a los soldados que han estado en el campo de batalla”, agrega.
Hibo cuenta que cuando quedó embarazada por primera vez, en 1991, a la edad de 22 años, la torturaba la idea de que los doctores tuvieran que ver sus genitales.
“Recuerdo que me cubrí el rostro con la almohada para protegerme de la humillación y la vergüenza”, dice.
“Saber que todos esos ojos me iban a ver era demasiado”, cuenta.
Durante el parto, le regresaron a la memoria escenas del momento en que había sido mutilada, una experiencia común de muchas sobrevivientes.
Y, en esa época, era la primera mujer víctima de mutilación genital en ser atendida en ese hospital de Surrey, por lo que ni ella, ni el equipo médico, sabían cómo hacer más fácil el parto.
“Antes de que pudieran pensar en qué hacer, mi hijo nació. Me tuvieron que cortar. Y mi hijo venía con tanta fuerza que desgarró partes de mí”, recuerda.
“Ellos estaban en shock y no sabían qué hacer conmigo. Fue horrible. Y necesité mucho tiempo para recuperarme”.
A pesar de la experiencia, Hibo tuvo seis hijos más, y los siguientes partos fueron menos traumáticos.
Su segundo hijo nació por cesárea, y ella felicita al servicio de salud pública británico por su mayor comprensión y apoyo a las sobrevivientes de la mutilación genital femenina.
En Reino Unido, la defibulación es comúnmente ofrecida antes de un parto, junto a apoyo psicológico y la posibilidad de ponerse en contacto con un grupo de sobrevivientes.
Las parteras dicen que esto es fundamental para las mujeres que han bloqueado los recuerdos de su mutilación hasta el punto que les cuesta reconocer lo que les hicieron.
¿Felicidad?
Hibo también reconoce el rol jugado por su esposo, Yusuf, a quien conoció pocos meses después de haber sido operada en Reino Unido, por la forma en la que apoyó su decisión de operarse y hablar en público en contra de una práctica tan común en su país de origen.
Y, a pesar de sus temores, ha encontrado más intimidad y felicidad de la que creía posible.
La pareja y su familia, sin embargo, no han logrado escapar de las expectativas de la cultura de la que provienen.
La decisión de Hibo de hablar en contra de la mutilación genital la llevó a confrontarse con su madre, lo que afectó la relación entre las dos mujeres.
Cuando era pequeña, ambas compartían “un lazo muy estrecho”, cuenta Hibo.
Y sin embargo fue su madre la que la llevó a que le cortaran y zurcieran los genitales, reforzando la extendida creencia de que esa práctica es esencial para preservar la reputación de las niñas y sus posibilidades de casarse.
“Mi mamá me quería, y lo hizo por amor”, reconoce ahora Hibo.
“Creía que me estaba protegiendo y que protegía también el honor de la familia. Ella misma también fue una víctima. Y su madre y su abuela. Generaciones enteras han sufrido la mutilación genital y nunca lo vieron como un problema”, dice.
Eventualmente las dos mujeres lograron aliviar las tensiones antes de la muerte de la madre de Hibo.
Pero su familia política ahora está “indignada” por la decisión de la pareja de no mutilar a sus niñas.
“Creen que cometí un error, que les hice algo malo a mis hijas, porque ¿quién va a querer casarse con ellas ahora?”, explica Hibo.
“Y yo pensando: ‘Me importa el tema del matrimonio o me interesa su salud? ¿Quiero que sufran lo que yo sufrí? ¿Quiero que pasen por lo que pasé?”, dice.
“De ninguna manera”, es su respuesta.
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Un fragmento del libro de Hibo WardereMutilada: la lucha de una mujer contra la mutilación genital femenina en Reino Unido hoy
Lo que vi me dejó sin aliento. La mujer tenía razón. Sólo había una palabra para describirlo: devastador. Por primera vez pude ver lo que me habían dejado. Nada más un agujero.
Todo había sido cortado y sellado. Y aunque el doctor me había abierto la piel para exponer la uretra de forma que pudiera orinar, no tenía ahí los labios carnosos de las otras mujeres.
No había protección, no había belleza. La zona entre mis piernas parecía arena oscura en la que alguien había dibujado una delgada línea y luego, como si hubieran clavado un palillo en esa arena, al final de la línea había un pequeño agujero. Mi vagina.
Pude ver que era un poco más grande de lo que había sido luego de que me zurcieran, gracias al doctor que lo había abierto ligeramente. Pero ahí estaba. La única pista de que yo era una mujer. El resto de mis genitales habían sido cortados y descartados.
Puedes leer la versión original de este artículo (en inglés) aquí.